Juan Carlos: el santo de Boulogne, Villa Adelina y La Plata

Era un sábado a la tarde, hace ya dos meses. Parecía que iba a ser un día como cualquier otro. De repente, sin que nadie lo previera, con apenas 65 años el padre Juan Carlos Di Camilo dejó este mundo. Una noticia inesperada que se propagó en cuestión de minutos, dejando perplejos a los miles que habían cultivado un trato con él.

Su importancia en la historia de la Iglesia Católica en Argentina es innegable. En 1989 se convirtió en el primer teatino de nuestro país; es decir, miembro de los Clérigos Regulares, la orden fundada por San Cayetano. Sí, nada menos que ese santo con tanto arraigo en la devoción popular local. Y si bien eso, de por sí, lo vuelve todo un referente, el mayor legado de Juan Carlos fue su compromiso acercando el Evangelio a la vida cotidiana.

Salir en el medio de la noche a cuidar que nadie pisara un cable suelto en la calle, ocuparse de que una familia no pasara la noche sin un plato de comida o escuchar a un amigo que acababa de perder a un ser querido eran formas por las que Juan Carlos mostraba, como decía Francisco, que era un “pastor con olor a oveja”. No por nada dejó huella, en especial, en Boulogne, Villa Adelina y La Plata, donde trabajó durante años.

Su sepelio en el Sagrado Corazón de Boulogne fue multitudinario. No era para menos: su pastoral social lo hizo conocido fuera de las comunidades donde trabajó, con una capacidad de diálogo poco común para los tiempos que corren. Y, si bien era teatino, tenía mucho del carisma salesiano, tanto por haber sido alumno del Santa Isabel de San Isidro como por haberles brindado una particular atención a los jóvenes, en especial a aquellos con inquietudes vocacionales.

Dedicó su vida con tanto entusiasmo a quehaceres ordinarios que cuesta comprender lo que alcanzó. Sin dudas se trató de un sacerdote cercano a la gente, que no faltaba a funeral alguno y que, con su simpatía, sabía transmitir alegría en todo momento. Y, también, fue un guía espiritual que tocó los corazones de los miles que lloraron su partida. Pero Juan Carlos no fue solamente eso. Además, Juan Carlos llegó a ser un santo.

Es que, como pide el Magisterio de la Iglesia, “(los presbíteros) sean para todos un vivo testimonio de Dios, émulos de aquellos sacerdotes que en el decurso de los siglos, con frecuencia en un servicio humilde y oculto, dejaron un preclaro ejemplo de santidad (…)”.

Juan Carlos, desde un servicio humilde y oculto, acompañó sin buscar fotos, tapas de diarios o seguidores en las redes a los que se acercaban a él. O, mejor dicho, era él quien se acercaba a todos los rincones de los barrios en los que tuvo ocasión de desempeñar su ministerio. Fue un verdadero santo, que no buscaba gloria para sí mismo sino ser un instrumento al servicio de los demás.

Muy afecto a las etimologías, solía recordar que la palabra “párroco” proviene del griego, lengua en la que su significado está vinculado a “vecino”. A partir de ahora, a medida que el dolor vaya dejando lugar a la admiración, sus vecinos de Boulogne, Villa Adelina y La Plata vamos a empezar a tomar dimensión de quién vivió entre nosotros.