“El amor por Platense se me metió en el estómago”

Escribe: Gabriel Raúl Juárez Centurión

Cuando era un niño (de 9 o 10 años) íbamos a alentar al calamar al estadio de Atlanta, en Villa Crespo, previo paso por la pizzería San Carlos de puente Saavedra.

Nuestro querido club se había quedado sin cancha en el año 1971, cuando el tristemente célebre general Lanusse, mandatario de facto, se lo expropió y se lo otorga al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

Creo que en aquel entonces año, 1973, la parte que más me gustaba era la pizza y el encuentro con los amigos de mi padre, quienes llevaban a su vez a sus hijos de más o menos mi edad, y de allí, íbamos todos juntos a Corrientes y Humboldt.

Recuerdo que el estadio de Atlanta tenía un gran espacio entre la tribuna y el alambrado que daba la cancha, era como un pasillo de unos 10 ó 15 metros, donde nosotros podíamos jugar y correr a nuestro antojo. Mi viejo solía recordar que yo elegía el lugar en la tribuna, ¿y dónde era?, justo arriba del puestito de hamburguesas y panchos que solía estar más o menos en el medio cada uno de los playones al pie de los tablones de las cabeceras.

Ir a ver a Platense se convirtió en una comunión entre mi viejo y yo, y él me pasó el amor por esta escuadra, donde se aprende a sufrir y a soñar. Recuerdo que me solía contar del mítico Carlitos Bulla, artillero de finales de los ’60, quien había hecho 3 goles en 3 minutos en un recordado partido frente al Estudiantes de La Plata de Zubeldía. Me contaba del wing derecho que salió de las inferiores, y terminó jugando para la selección española, y me contaba también de una gira por Europa en el que le habíamos ganado al mismísimo Milan Campeón de Italia.

Esos laureles me hacían creer que éramos una fuente inagotable de triunfos por venir, aunque la realidad era distinta. Hasta 1976 éramos un equipo respetable de la segunda categoría (en ése entonces la Primera B), luego con Juan Manuel Guerra al mando llegamos a la A.

Era mi primer año de secundaria, y como vivíamos en zona norte bonaerense, tuve compañeros de escuadra y contrarios a muerte (Tigre) en nuestro Colegio Nacional de San Isidro. Con todo, nos hicimos hermanos, y las discusiones de fútbol, siempre terminaban en abrazos, en vez de a botellazos. Eran otros tiempos, y otra la manera de tomarse las pasiones.

Ser de Platense, es aprender a festejar logros modestos. Es ser un enamorado de la poesía que tiene un merecimiento, más que la contundencia de un triunfo. Porque si somos hinchas de un club ‘de barrio’, como nos dicen a los Calamares, aprendemos a agradecer la entrega y el esfuerzo, la vergüenza y el empuje. La excelencia es ajena, como las vaquitas. Lo nuestro es el afán de superar al rival, y a superarnos cada vez más a nosotros mismos.

Ahora, comparto esta pasión con mis hijos, y mi esposa. Mis hijos (tres varones y una niña) son hinchas, seguidores y socios, y me alientan a ir al Ciudad de Vicente López a revivir lo que sentía allá por mi niñez con mi viejo y mis sueños.

Porque, no sé si les conté hasta aquí, yo soñaba con ser uno de los que se calzaba los botines y los cortos, y entraba a la cancha a defender estos hermosos colores blanco y marrón.

Nunca estuve ni cerca de cumplir este sueño, pero sigo soñando: hoy, desde las gradas, sueño con que soy el gran DT de mi equipo, y que lo saco campeón, fabuloso e invicto. Porque los calamares nunca dejaremos de soñar en imposibles.

Nunca dejaremos de desear que, al estilo Disney, el pobre se convierta en Rey. Porque nacimos así: Jinetes de una Utopía, que creemos, a pesar de todo, que la vida sea más justa. Que los referís dejen de favorecer al poderoso, y que la ecuanimidad vuelva a ser moneda corriente para todos.

Que así como nos devolvieron el predio que alguna vez nos quitaron, nos devuelvan la fé en que un partido son once contra once, y no como ahora, que es un show en el que convergen apuestas, intereses (deportivos y políticos), arreglos entre dirigentes y algunas que otras canalladas arbitrales.

Que podamos, algún día, decir que nos liberamos del miedo, del odio y de la burla de los prepotentes y maliciosos.

Y, que para regocijo de mis hijos, para alegría de mi esposa y para el orgullo de mis mayores, los que me hicieron amarte, Platense de mi alma, dentro de no mucho tiempo podamos gritar bien fuerte y a los cuatro vientos, con la voz y el corazón rebosante de felicidad, aquello de: “Nooooooo. No te vayas, campeón. Oh, oh, oh… Quiero verte otra vez”…