Nota
de Investigación
Los
desafíos ecológicos de los próximos años
El
crecimiento de la población mundial, la
falta de alimentos, la degradación del
suelo y la deforestación, son los temas
puntuales que analiza el autor de esta nota.
A
mi entender, de todas las épocas,
probablemente está llega a ser para la
especie humana la más explosiva en términos
demográficos.
¡Estamos
creciendo demasiado!
En
el año 600, cuando la agricultura y el
pastoreo se hallaban todavía en su
infancia, la población humana total no
llegaba a los 10 millones de personas.
En
la época de la construcción de la Gran Pirámide,
los seres humanos no alcanzaban los 40
millones; en tiempos de Homero no
sobrepasaban los 100; en épocas de Lenín
llegaba a 2.000 millones y en 1950 la
población sumaba 2.500 millones de
habitantes. Sin embargo, ello ya ha sido
superado.
En
1987 sumábamos 5.000 millones y a mitad de
1991 éramos exactamente 5.384. A este ritmo
en 50 años seremos el doble.
¿Podrá
el hombre en apenas medio siglo elevar la
producción de alimentos al doble de la
actualidad?
Ello es totalmente impensable.
Sin
embargo, en estos tiempos, algunos ya dan la
voz de alarma de que la oferta de alimentos
probablemente se reduzca en un futuro.
Otros, entretanto, se muestran más
optimistas.
Se
hace difícil saber hoy, a medida que nos
vamos acercando a los 10.000 millones de
habitantes (población prevista para el
2050) si los recursos alimentarios se verán
incrementados o no. La opinión de los
expertos está dividida en dos fracciones y
cada una de ellas tienen bastantes
dificultades para aceptar la existencia de
otros puntos de vista
plausibles.
Por
ejemplo, para los pesimistas, o también
llamados ecologistas, cuyas opiniones han
sido ampliamente difundidas por los medios
de comunicación, dudan de que se pueda
conseguir un crecimiento sustancial de la
producción de alimentos.
Basan
su enfoque en el precio ambiental que estas
transformaciones exigirían. Tal vez esto se
traduzca en una deforestación generalizada,
pérdidas de especies, erosión y
contaminación del suelo con
plaguicidas.
La
erosión del suelo es sin duda un factor
determinante y las perspectivas para
invertir estos efectos no son nada halagüeñas.
Y es probable que el problema empeore.
La
población humana mundial ha entrado hoy en
una rápida expansión. Los progresos médicos,
la ciencia sanitaria y las mejoras
introducidas en el régimen alimentario de
los pueblos, en cierta forma han contribuido
a acelerarla. Sin duda, el progreso iniciado
de la medicina, sobre todo en algunos países,
hace poco más de 200 años incidió
plenamente para que la población crezca más.
Ella
ha alcanzado grandes éxitos en la lucha
contra la muerte en aquellos países que
corresponden al Tercer Mundo, a partir de la
Segunda Guerra Mundial, y ha eliminado prácticamente
muchas enfermedades y reducido otras con lo
que se tendió a superar de modo
notable el promedio de vida de millones de
personas.
Asimismo
el progreso técnico ha capacitado al hombre
para controlar hambres y epidemias con la
que numerosas sociedades se han visto
beneficiadas al lograr que la gente viva más.
Es
galopante la degradación que sufre el suelo
en la actualidad. Estamos perdiendo suelo a
más velocidad de la que se sospecha,
incluso necesaria para permitir su reposición
por regeneración natural. Los suelos se ven
hoy seriamente afectados.
La
tierra fértil se reduce de un año a otro a
un ritmo tan exagerado por causas cuya
responsabilidad cae única y exclusivamente
sobre el género humano. En tal
sentido, cada año se descartan del planeta
alrededor de 11 millones de hectáreas de
tierras cultivables por causas de la erosión,
tonificación y conversión de suelos a usos
no agrícolas.
Sin
duda, si esta tendencia prosigue, de aquí
el año 2020 perderemos casi 275 millones de
hectáreas o el equivalente al 18 % de
nuestras tierras cultivables.
Conviene
indicar que los suelos que se pierden
por erosión y toxificación son difícilmente
recuperables. Actualmente no existe ningún
sistema conocido para sustituir a estos
suelos agredidos.
Y
si se espera que la propia tierra los
restituya nos veremos obligados a esperar
siglos o tal vez milenios.
La
degradación de los suelos revela en la
actualidad lo decepcionante que resultan ser
las prácticas del hombre cuando él adopta
un cambio en el hábitat.
Cultivamos
laderas en pendientes sin construir terrazas
adecuadas, practicamos una irrigación
inexperta y permitimos que el ganado consuma
el exceso de pastos. Pero lo que es más
inquietante aún: eliminamos, sin plan ni
orden, la cubierta arbórea.
Esto
último ha conducido a un largo proceso de
desertización que empobrece ostensiblemente
la ya agobiante situación de la escasez de
recursos.
Quien
escribe, es conciente que resulta utópico
pensar que la naturaleza pueda hoy
permanecer sin ser transformada. No bien se
medite sobre el porvenir, es de resaltar
cuan desfavorable sería el intentar que
ello no ocurra. La población crece hoy más
que nunca y
se esperan para el futuro muchísimos más
habitantes.
Como
es lógico, las necesidades que ello
presupone son imperiosas: tierras, mayores
recursos y alimentos harán falta en el
planeta.
Pero
he aquí que abrir esperanzas, llevar
prosperidad a ingentes masas humanas que en
un porvenir contendrá la Tierra no es
precisamente con aquel modelo tan anárquico
y descontrolado que hemos de resolver sus
problemas.
Las
estrategias son otras. Se trata aquí de
obtener el manejo y transformación de los
ecosistemas naturales con el espíritu de
conservación del que tanto se insiste en
nuestro tiempo. Pero conservación no
significa simplemente atesorar ni implica un
simple racionamiento de nuestros
abastecimientos, de modo que algo quede para
el futuro.
Conservación
no se define de esta forma. La verdadera
conservación supone aprovechar plenamente
nuestros conocimientos de la ciencia
ambiental y administrar los ecosistemas según
sus dictámenes o preceptos. Solo así
aseguraremos nuestra supervivencia.
¿Qué
creen los optimistas?
Los
optimistas no niegan la existencia de
problemas medio ambientales, sin embargo,
sostienen que la Tierra es capaz de producir
sin estragos alimentos más que suficientes
para la población prevista en el año 2050.
Fundan
su entusiasmo en que todavía es posible
acrecentar las tierras cultivables, en que
hay suelos escasamente utilizados que
permitirían más de una cosecha anual y en
que no sería difícil conseguir mayores
rendimientos por hectárea.
Por
otra parte, aseguran que si desperdiciaran
menos cosechas y se redujeran las pérdidas
por almacenamiento y distribución (cosa que
se hace bastante en la actualidad) no se verían
obstáculos significativos para la obtención
de mayores excedentes agrícolas.
Sospecho
que ello no pueda solucionar el problema
alimentario. Hasta hoy, de acuerdo con la
Organización Mundial para la Alimentación
y la Agricultura (FAO), de las 3200 millones
de hectáreas potencialmente cultivables
solo se utilizan la mitad. Sin embargo el
aprovechamiento de la otra mitad exigiría
inmensos costos para hacerla productiva por
ser áreas
boscosas o casi desérticas.
Es
importante notar que no toda la Tierra
emergida es apta para el cultivo, hay en
ella un gran porcentaje que carece de
absoluta fertilidad. En tal sentido, de los
13.000 millones de hectáreas que registra
la Tierra firme (libre de mares interiores),
según la FAO menos de 12,5
% son tierras arables y de cultivos
permanentes. Las restantes, están cubiertas
por bosques y desiertos o se han vuelto
inoperantes.
No
parece, por lo tanto, que la primera de
aquellas alternativas sea capaz de dar lugar
a aumentos significativos de la producción,
pues la tierra más adecuada está ya bajo
cultivo.
Estos
hechos sugieren que, tal vez, el incremento
por unidad de superficie sea la única
posibilidad que, por el momento, pueda
contribuir a solucionar el problema
alimentario.
De
todas formas, dudo que así lo sea. Hoy
sabemos que a pesar de la existencia de una
avanzada tecnología y de unos métodos
adecuados de hibridación de plantas de las
cosechas, después de esta fecha no ha
aumentado de modo significativo.
Tampoco
se cree en la esperanza de incrementar el
rendimiento agrícola mediante los abonos químicos
ya que se verán limitados por los
costos y si es que se disponen de ellos. De
todos los medios capaces de incrementar la
producción agrícola es indiscutible que
son los abonos químicos quienes
proporcionan a corto plazo mejores
rendimientos.
En
este aspecto, la aplicación de estas
sustancias a suelos no abonados químicamente
rinden excelentes resultados. En forma,
entonces, resulta muy fácil en poco tiempo
conseguir aumentos de cosechas bastantes
pronunciadas.
Sin
embargo, la actual crisis energética y la
progresiva carencia de estos productos por
el alto consumo de gas natural y petróleo,
utilizados en el proceso de su fabricación,
obliga necesariamente a meditar sobre esta
posible alternativa que ha de permitir
responder a la gran demanda futura de
alimentos.
No
creo con sinceridad que ello nos asegure
ventajas para el futuro. En las
circunstancias actuales, incluso los países
más desarrollados se ven con enormes
dificultades para el empleo a gran escala de
la fertilización nitrogenada.
Por
otra parte deberíamos indicar, asimismo, el
peligro potencial que el uso de los
compuestos nitrogenados están planteando
ecológicamente al medio ambiente.
Los
graves problemas derivados de la eutrofización
de las aguas y del aumento de nitratos en el
agua potable nos resultan obvios al ritmo
que se acrecientan. Para colmo de
males, hay pruebas también de que
compuestos como el N20 (subproductos de la desnitrificación
microbiana) puedan actuar, y así lo hacen
en realidad, como agentes destructores de la
capa de ozono en la alta atmósfera.
No
parece probable, tampoco, que se vea el océano
como una gran fuente de recursos
alimentarios. Aunque es cierto que ello
llega a ser atrayente para algunos tecnólogos
y científicos. Su optimismo se basa en la
mayoría de las veces en que el océano no
padece de los grandes males que limitan la
producción terrestre como sequías,
inundaciones, erosión e incendios.
Se
supone además que su mismo volumen lo hace
inmune a las contaminaciones y que ello,
combinado con el alto calor específico del
agua, impiden que se produzcan en su cuenca
variaciones de temperatura
suficientemente amplias como para provocar
mortandades.
Pero
difícilmente pueda esto tener asidero en
las circunstancias actuales. Un análisis
sereno de los datos proporcionados por los
distintos tipos de investigación, de
ninguna manera sustentan la Fe que se pone
en el mar como solución al problema
alimentario.
A
pesar de todas estas cosas, creo que el
futuro de la producción mundial de
alimentos no es tan horrible como los
pesimistas piensan, ni tan idílico como los
optimistas creen.
Parece
más plausible, en cambio, que los alimentos
aumenten en casi todas las regiones pero a
un ritmo más lento que el de hasta ahora,
obligado por las limitaciones ambientales.
Ello
se conseguirá aprovechando mejor la tierra
cultivada y roturando nuevos suelos sobre
todo en aquellos países cuyas condiciones
edáficas y climáticas favorezcan el
crecimiento de ciertas plantas.
No
obstante, este progreso distará mucho de
ser uniforme. Habrá países que todavía
lucharán por superar sus niveles de nutrición,
insuficientes, y otros dependerán todavía
de la ayuda exterior. La ayuda alimentaria
será necesaria en áreas sumidas en la inestabilidad
y la guerra civil.
Estas
naciones, inmersas en prolongadas luchas
fraticidas, han impedido la recuperación de
su agricultura y la distribución del
alimento, convirtiendo así situaciones
malas, pero remediables, en desastres.
Por
otra parte, en los últimos veinte años los
países en vías de desarrollo han
quintuplicado sus presupuestos en armamentos
a pesar de las reiteradas protestas de sus
pueblos de continuar dilapidando fondos a
favor del armamentismo.
Sin
duda, podrían estos países adquirir mayor
seguridad real, en un sentido amplio y
adecuado, si se utilizaran esos mismos
fondos para salvaguardar a sus pueblos de
tantas enfermedades que allí se creían
erradicadas.
(*)
Nota aparecida en el ejemplar de
abril de 1995 de Para Todos.
Su autor es Daniel Lipp (Licenciado
en Geografía).
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