29 de junio: San Pablo

De San Pablo se sabe que nació en Tarso, de un padre que era ciudadano romano, en el seno de una familia en la que la piedad era hereditaria, y muy ligada a las tradiciones y observancias fariseas.

De San Pablo se sabe que nació en Tarso, en Cilicia (Hechos, xxi, 39), de un padre que era ciudadano romano (Hechos, xxii, 26-28; cf. xvi, 37), en el seno de una familia en la que la piedad era hereditaria (II Tim., i, 3) y muy ligada a las tradiciones y observancias fariseas (Fil., iii, 5-6).

San Jerónimo nos dice, no se sabe con qué razones, que sus padres eran nativos de Gischala, una pequeña ciudad de Galilea y que lo llevaron a Tarso cuando Gischala fue tomada por los romanos (De vir. ill., v; In epist. ad Fil., 23). Este último detalle es ciertamente un anacronismo mas los orígenes galileos de la familia no son en absoluto improbables. Dado que pertenecía a la tribu de Benjamín, se le dio el nombre de Saúl (o Saulo) que era común en esta tribu en memoria del primer rey de los judíos. (Fil., iii, 5). En tanto que ciudadano romano también llevaba el nombre latino de Pablo (Paulo).

Para los judíos de aquel tiempo era bastante usual tener dos nombres, uno hebreo y otro latino o griego entre los que existía a menudo una cierta consonancia y que yuxtaponían en el modo usado por San Lucas (Hechos, xiii, 9: Saulos ho kai Paulos).

Véase en este punto Deissmann, “Bible Studies” (Edinburgh, 1903, 313-17.) Fue natural que, al inaugurar su apostolado entre los gentiles, Pablo usara su nombre romano, especialmente porque el nombre de Saulo tenía un significado vergonzoso en griego. Puesto que todo judío que se respetase había de enseñar a su hijo un oficio, el joven Saulo aprendió a hacer tiendas de lona (Hechos, xviii, 3) o más bien a hacer la lona de las tiendas (cf. Lewin, “Life of St. Paul”, I, London, 1874, 8-9).

Era aún muy joven cuando fue enviado a Jerusalén para recibir una buena educación en la escuela de Gamaliel (Hechos, xxii, 3). Parte de su familia residía quizá en la ciudad santa puesto que más tarde se haría mención de una hermana cuyo hijo le salvaría la vida (Hechos, xxiii, 16). A partir de este momento resulta imposible seguir su pista hasta que tomó parte en el martirio de San Esteban (Hechos, vii, 58-60; xxii, 20). En ese momento se le califica de ‘joven’ (neanias), pero esta era una apelación elástica que bien podía aplicarse a cualquiera entre veinte y cuarenta años.

Su Conversión y primeras empresas

Leemos en los hechos de los apóstoles tres relatos de la conversión de San Pablo. (ix, 1-19; xxii, 3-21; xxvi, 9-23) que presentan ligeras diferencias que no son difíciles de armonizar y que no afectan para nada la base del relato, perfectamente idéntica en substancia. Verse J. Massie, “The Conversion of St. Paul” en “The Expositor”, 3º serie, X, 1889, 241-62. Sabatier de acuerdo con los críticos más independientes ha dicho (L’Apotre Paul, 1896, 42): “Estas diferencias no pueden en absoluto alterar el hecho, el objeto narrado es extremadamente remoto no tratan ni siquiera de las circunstancias que rodearon el milagro sino con las impresiones subjetivas que los compañeros de San Pablo recibieron en esas circunstancias…”.

Utilizar esas diferencias para negar el carácter histórico del hecho es hacer violencia al texto adoptando una actitud arbitraria. Todos los esfuerzos hechos para explicar la conversión de San Pablo, sin recurrir al milagro, han fracasado. Las explicaciones naturalísticas se reducen a dos: o San Pablo creyó verdaderamente ver a Cristo mientras sufría una alucinación o creyó verlo solo a través de una visión espiritual que la tradición, recogida en los Hechos de los Apóstoles, convirtió luego en visión material. Renan lo explica todo por una alucinación debida a la enfermedad, y acaecida a causa de una combinación de causas morales como la duda, el remordimiento, el temor, y algunas causas físicas como la oftalmía, la fatiga, la fiebre, la transición rápida del desierto tórrido a los jardines frescos de Damasco, quizá en medio de una tormenta repentina acompañada de rayos y relámpagos. Esta combinación múltiple habría producido, según Renan, una conmoción cerebral con fase de delirio que San Pablo tomó de buena fe como la aparición de Cristo.

Los otros partidarios de la explicación natural evitan la palabra alucinación pero caen, pronto o tarde, en la explicación de Renan la cual hacen más complicada. Por ejemplo Holsten, para el que la visión de Cristo es simplemente la conclusión de una serie de silogismos por los que Pablo se persuadió a sí mismo de que Cristo había verdaderamente resucitado. También Pfleiderer, para el que la imaginación juega un papel más importante: “Un temperamento nervioso, excitable; un alma violentamente agitada por las más terribles dudas; una fantasía de lo más vívido, llena de las terribles escenas de persecución por un lado, y por el otro con la imagen ideal del Cristo celeste; la proximidad de Damasco que implicaba la urgencia de la decisión, la intransigencia que lleva a la soledad, el calor cegador y dolorosísimo del desierto. De hecho, todo esto combinado, produjo un estado de éxtasis en los que el alma cree ver las imágenes y los conceptos que violentamente la agitan como si fueran fenómenos del mundo externo” (Lectures on the influence of the Apostle Paul on the development of Christianity, 1897, 43).

Hemos citado a Pfleiderer palabra por palabra porque su explicación ‘sicológica’ se considera la mejor que se haya desarrollado nunca. Y sin embargo, se ve fácilmente que es insuficiente e incluso en total contradicción con el documento escrito de los Hechos en tanto que testimonio expreso de San Pablo mismo.

(1)   Pablo está seguro de haber ‘visto a’ Cristo como los otros apóstoles lo hicieron (I Cor., ix, 1); él mismo declara que Cristo se le ‘apareció’ (I Cor., xv, 8) como a Pedro, Santiago o a los doce después de su resurrección.

(2)   El sabe bien que su conversión no es el fruto de ningún razonamiento humano, sino de un cambio imprevisto, repentino y radical debido a la gracia omnipotente (Gal., i, 12-15; I Cor., xv, 10).

(3)   Es falso atribuirle dudas, perplejidades o remordimientos antes de su conversión. Pablo fue detenido por Cristo cuando su furia alcanzaba el máximo furor (Hechos, ix, 1-2); perseguía a la Iglesia ‘con celo’ (Fil., iii, 6), y fue acreedor de la gracia porque actuó con ‘ignorancia en su creencia de buena fe’ (I Tim., i, 13). Todas la explicaciones sicológicas o no, carecen de valor ante estas afirmaciones, puesto que todos suponen que la causa de su conversión fue su fe en Cristo mientras que, según los testimonios concordantes de los Hechos y las Epístolas, fue la visión de Cristo la que motivó su fe.

Después de su conversión, de su bautismo y de su cura milagrosa, Pablo empezó a predicar a los judíos (Hechos, ix, 19-20). Después se retiró a Arabia, probablemente a la región al sur de Damasco. (Gal., i 17), indudablemente menos a predicar que a meditar las escrituras. A su vuelta a Damasco, las intrigas de los judíos le obligaron a huir de noche (II Cor., xi, 32-33; Hechos, ix, 23-25). Fue a Jerusalén a ver a Pedro (Gal., i, 18), pero se quedó solamente quince días porque las celadas de los griegos amenazaban su vida. A continuación pasó a Tarso y allá se le pierde de vista durante seis años (Hechos, ix, 29-30; Gal., i, 21). Bernabé fue en busca suya y lo trajo a Antioquía donde trabajaron juntos durante un año con un apostolado fructífero. (Hechos, xi, 25-26). También juntos fueron enviados a Jerusalén a llevar las limosnas para los hermanos de allá con ocasión de la hambruna predicha por Agabus (Hechos, xi, 27-30). No parecen haber encontrado a los apóstoles allí esta vez ya que se encontraban dispersos a causa de l persecución de Herodes.

Sus trabajos apostólicos

Este período de doce años (45-57) fue el más activo y fructífero de su vida. Comprende tres grandes expediciones apostólicas de las que Antioquía fue siempre el punto de partida y que, invariablemente, terminaron por una visita a Jerusalén.

(1) Primera misión (Hechos, xiii, 1-xiv, 27)

Enviado por el Espíritu para la evangelización de los gentiles Bernabé y Saulo embarcaron con destino a Chipre, predicaron en la sinagoga de Salamina, cruzaron la isla de este a oeste siguiendo sin duda la costa sur y llegaron a Pafos (residencia del procónsul Sergio Paulo) donde tuvo lugar un cambio repentino.

Después de la conversión del procónsul romano, Saulo, repentinamente convertido en Pablo, es citado por San Lucas antes de Bernabé y asume ostensiblemente la dirección de la misión que hasta entonces había ejercido Bernabé.

Los resultados de este cambio son rápidamente evidentes. Pablo comprende que, al depender Chipre de Siria y Cilicia, la isla entera se convertiría cuando las dos provincias romanas abrazaran la fe de Cristo. Escogió entonces el Asia Menor como campo de su apostolado y se embarcó en Perge de Panfilia, once kilómetros por encima del puerto de Cestro. Fue entonces cuando Juan Marcos, primo de Bernabé, desanimado quizás por los ambiciosos proyectos del apóstol, abandonó la expedición y volvió a Jerusalén, mientras que Pablo y Bernabé trabajaban solos entre las arduas montañas de Pisidia, infestadas de bandidos y atravesaron profundos precipicios. Su destino era la colonia romana de Antioquía, situada a siete días de viaje desde Perge. Aquí, Pablo habló del destino divino de Israel y del providencial envío del Mesías, un discurso que San Lucas reproduce en substancia como ejemplo de una predicación en la sinagoga. (Hechos, xiii, 16-41).

La estancia de los dos misioneros en Antioquía fue lo suficientemente larga como para que la palabra del Señor fuera conocida a través de todo el país. (Hechos, xiii, 49). Cuando los judíos consiguieron con sus intrigas un decreto de destierro, continuaron hacia Iconium, distante tres o cuatro días de viaje, donde encontraron la misma persecución por parte de los judíos y la misma acogida por parte de los gentiles. La hostilidad de los judíos los forzó a buscar refugio en la colonia romana de Listra, distante como unos 25 kilómetros. Aquí, los judíos de Antioquía y de Iconium dejaron celadas para Pablo y, habiéndolo apedreado lo dejaron por muerto, mientras que él logró una vez más escapar buscando esta vez refugio en Derbe, situada alrededor de sesenta kilómetros de la provincia de Galacia.

Después de completar su circuito, los misioneros volvieron sobre sus pasos para visitar a los nuevos cristianos, ordenaron algunos sacerdotes en cada una de las iglesias fundadas por ellos y al fin volvieron a Perge, donde se detuvieron a predicar de nuevo el Evangelio, mientras que esperaban quizá la oportunidad de embarcar para Atalia, un puerto a 18 kilómetros de allá. Al volver a Antioquía de Siria, después de una ausencia que había durado tres años, fueron recibidos con muestras de gozo y de acción de gracias pues que Dios les había abierto las puertas de la fe al mundo de los gentiles.

El problema del estatuto de los gentiles en la Iglesia se hizo entonces sentir en toda su agudeza. Algunos judeocristianos que venían de Jerusalén reclamaron el que los gentiles fueran sometidos a la circuncisión y tratados como los judíos trataban a los prosélitos. Contra esta opinión, Pablo y Bernabé protestaron y se decidió convocar una reunión en Jerusalén para resolver el asunto En esta asamblea, Pablo y Bernabé representaron a la comunidad de Antioquía. Pedro defendió la libertad de los gentiles, Santiago insistió en lo contrario, pidiendo al mismo tiempo que se abstuvieran de algunas de las cosas que más horrorizaban a los Judíos. Al fin se decidió que los gentiles estaban exentos de la ley de Moisés primeramente. En segundo lugar, que los de Siria y Cilicia deberían abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la fornicación. En tercer lugar, que su decisión no era promulgada en virtud de la ley de Moisés sino que era dada en nombre del Espíritu Santo, lo que significaba el triunfo de las ideas de San Pablo.

La restricción impuesta a los gentiles convertidos procedentes de Siria y Cilicia no se aplicaba a sus iglesias y Tito, su compañero, no fue apremiado a circuncidarse, a pesar de las protestas de los judaizantes (Gal., ii, 3-4). Se asume aquí que Gal., ii, y Hechos, xv, relatan el mismo hecho puesto que, de un lado, los actores son los mismos Pablo y Bernabé, y por el otro Pedro y Santiago; la discusión es la misma, la cuestión de la circuncisión de los gentiles; la escena idéntica Antioquía y Jerusalén; y la fecha idéntica: Alrededor del 50 d.d.J.C.; y el resultado uno solo: la victoria de Pablo sobre los judaizantes. Sin embargo, la decisión no fue adelante sin dificultades. El asunto no concernía solamente los gentiles y, mientras que se les exoneraba de la ley de Moisés, se declaraba al mismo tiempo que hubiera sido más meritorio y más perfecto para ellos el observarla, puesto que el decreto parece haber complacido a los prosélitos judíos de la segunda generación. Además, los judeocristianos, que no habían sido incluidos en el veredicto, podían seguir considerándose como ligados por la observancia de la ley. Este fue el origen de la disputa que surgió inmediatamente después en Antioquía entre Pedro y Pablo. Este último enseñó abiertamente que la ley había sido abolida para los judíos mismos. Pedro no pensaba de otro modo, pero consideró oportuno evitar la ofensa a los judaizantes e impedirles que comer con los gentiles que no observaban las prescripciones de la ley. Así, influenció moralmente a los gentiles a vivir como los judíos lo hacían, Pablo hizo ver que esta restricción mental y este oportunismo preparaban el camino de futuros malentendidos y conflictos, y que, incluso, tenía entonces, tendría nefastas consecuencias. Su forma de relatar estos incidentes no deja la menor duda de que Pedro fue persuadido por sus argumentos. (Gal., ii, 11-20).

 

(2) Segunda misión (Hechos, xv, 36-xviii, 22)

El principio de la segunda misión se caracterizó por una discusión a propósito de Marcos, que Pablo rechazó como compañero de viaje. Así pues, Bernabé partió con Marcos el de Chipre y Pablo escogió a Silas o Silvano, un ciudadano romano como él y miembro influyente de la Iglesia de Jerusalén, y partió para Antioquía a fin de llevar el decreto del consejo apostólico. Los dos misioneros fueron primero de Antioquía a Tarso, con un alto en el camino para promulgar el decreto del primer Concilio de Jerusalén, y luego fueron de Tarso a Derbe a través de las puertas de Cilicia, de los desfiladeros de Tarso y de las llanuras de Licaonia. La visita de las iglesias fundadas en la primera misión se realizó sin incidentes si no es a propósito de la elección de Timoteo, que los apóstoles en Lisistra persuadieron para que se circuncidara para mejor llegar a las colonias de judíos, numerosos en estas plazas. Fue probablemente en Antioquía de Pisidia, aunque los Hechos no mencionan tal lugar, donde el itinerario de la misión fue cambiado por intervención del Espíritu Santo. Pablo pensó en entrar en la provincia de Asia por el valle del Meandro, lo que le permitiría un solo día de viaje, y sin embargo, pasaron a través de Frigia y Galacia pues el Espíritu les prohibió predicar la palabra de Dios en Asia. (Hechos, xvi, 6). Estas palabras (ten phrygian kai Galatiken choran) pueden interpretarse de forma diversa, dependiendo de si se quiere decir Gálatas del norte o del sur (véase GALATAS).

Sea como sea, los misioneros hubieron de viajar hacia el norte en la región de Galacia llamada así en propiedad y cuya capital era Pesinonte, y la única cuestión pendiente es si predicaron o no en ella. No pensaron en hacerlo aunque sabemos que la evangelización de los Gálatas fue debida a un accidente, el de la enfermedad de San Pablo (Gal., iv, 13); lo que va muy bien si se trata de los gálatas del norte. En cualquier caso, los misioneros después de alcanzar la Misia Superior (kata Mysian), intentaron llegar a la rica provincia de Bitinia, que se extendía ante ellos pero el Espíritu Santo se lo impidió (Hechos, xvi, 7). Así es que atravesaron Misia sin pararse a predicar (parelthontes) y llegaron a Alejandría de Tróade, donde la voluntad de Dios les fue revelada por la visión de un macedonio que los llamaba pidiendo auxilio para su país.

Pablo continuó a utilizar sobre suelo europeo los métodos de predicación que había utilizado desde el principio. Hasta donde fue posible, concentró sus esfuerzos en metrópolis desde las que la fe se extendería hacia ciudades de segundo rango y, finalmente a las áreas rurales. Allí donde encontraba una sinagoga, empezaba por predicar en ella a los judíos y prosélitos que estaban de acuerdo en escucharle. Cuando la ruptura con los judíos era irreparable, lo que ocurría más pronto o más tarde, fundaba una nueva iglesia con sus neófitos en tanto que núcleo. Permanecía entonces en la misma ciudad a no ser que una persecución se declarase, normalmente a causa de las intrigas de los judíos. Existían, sin embargo, algunas variantes del plan. En Filipo, donde no había sinagoga, la primera predicación tuvo lugar en un puesto llamado el proseuche lo que los gentiles tomaron como motivo de persecución. Pablo y Silas, acusados de alterar el orden público, recibieron palos, fueron arrojados en prisión y finalmente exilados. Pero en Tesalónica, y Berea, donde se refugiaron después de lo de Filipo, las cosas se desarrollaron según el plan previsto. El apostolado de Atenas fue absolutamente excepcional. Aquí no se planteaba el problema de los judíos o de la sinagoga, y Pablo, en contra de su costumbre, estaba solo. (I Thess., iii,1). Desarrolló de cara al areópago una especie de discurso del que se conserva un resumen en los Hechos. (xvii, 23-31) como un modelo en su género. Parece haber dejado la ciudad de grado, sin haber sido forzado a ello por la persecución. La misión de Corinto, por otro lado, puede ser considerada como típica. Pablo predicó en la sinagoga todos los sábados y cuando la oposición violenta de los judíos le negó la entrada, se retiró a una casa próxima, propiedad de un prosélito llamado Tito Justo. De esta forma prolongó su apostolado por dieciocho meses mientras los judíos atentaron contra él en vano; fue capaz de resistir gracias al a actitud, por lo menos imparcial si no favorable, del procónsul Galio. Finalmente, decidió irse a Jerusalén de acuerdo con un voto hecho quizá en un momento de peligro. Desde Jerusalén, de acuerdo con su costumbre, volvió a Antioquía. Las dos epístolas a los tesalonicenses se escribieron durante los primeros meses de la estadía en Corinto. Véase TESALONICENSES.

 

(3) Tercera misión (Hechos, xviii, 23-xxi, 26)

El destino del tercer viaje de Pablo fue evidentemente Efeso, donde Aquila y Priscila lo esperaban. El había prometido a los efesios volver a evangelizarlos si tal era la voluntad de Dios (Hechos, xviii, 19-21) y el Espíritu Santo no se opuso más a su entrada en Asia Así es que, después de una breve visita a Antioquía se fue a través de Galacia y de Frigia. (Hechos, xviii, 23) y pasando a través de las regiones del ‘Asia Central’ llegó hasta Efeso (XIX, 1). Su manera de proceder permaneció intacta. Para ganarse la vida y no ser una carga para los fieles, tejió todos los días durante muchas horas muchas tiendas, lo que no le impidió el predicar el Evangelio. Como de costumbre, empezó en la sinagoga donde tuvo éxito durante los primeros meses. Después enseñó diariamente en un aula puesta a su disposición por un cierto Tirano “desde la hora quinta a la décima” (de las once de la mañana a las cuatro de la tarde) de acuerdo con la interesante tradición del ‘Codex Bezaar’ (Hechos, xix,9). Así vivió por dos años de tal forma que todos los habitantes de Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra de Dios. (Hechos, XIX, 20).

Por supuesto que hubo pruebas que sufrir y obstáculos que superar. Algunos de esos obstáculos surgieron de la envidia de los judíos, que intentaron inútilmente imitar los exorcismos de Pablo, otros vinieron de la superstición de los paganos, particularmente acentuada en Efeso. Sin embargo, triunfó de una manera tan clara que los libros de superstición que fueron quemados tenían un valor de 50,000 monedas de plata (una moneda correspondía aproximadamente a un día de trabajo).

Esta vez, la persecución fue debida a los gentiles y fue por motivos interesados. Los progresos del cristianismo arruinaron la venta de las pequeñas reproducciones del templo de Diana y las de la diosa misma, estatuillas muy compradas por los peregrinos, con lo que un cierto Demetrio, en cabeza de los orfebres, arengó a la plebe contra San Pablo.

San Lucas describió con realismo y emoción la escena, transpuesta luego al el teatro. (Hechos, xix, 23-40). El apóstol tuvo que rendirse a la tormenta. Después de una estancia de dos años y medio, quizá más, en Efeso (Hechos, xx, 31: trietian), partió para Macedonia y de allí para Corinto, donde pasó el invierno. Su intención fue la de seguir en primavera para Jerusalén, sin duda para Pascua, pero al saber que los judíos habían planeado atentar contra su vida, no les dio la oportunidad de hacerlo al viajar por mar, volviéndose por Macedonia. Muchos discípulos, divididos en dos grupos, lo acompañaron o lo esperaron en Tróade. Entre otros, se encontraban Sopater de Berea, Aristarco y Segundo of Tesalónica, Gayo de Derbe, Timoteo, Tichico y Trófimo de Asia, y finalmente Lucas, el historiador de los Hechos, que nos da todos los detalles del viaje: Filipo, Tróade, Aso, Mitilene, Jíos, Samos, Mileto, Cos, Rodas, Pátara, Tiro, Tolemaida, Cesárea y Jerusalén. Podríamos citar aún tres hechos notables: en Tróade Pablo resucitó al joven Eutiquio que se había caído de la ventana de un tercer piso mientras que Pablo predicaba tarde por la noche. En Mileto pronunció un discurso emotivo que arrancó las lágrimas a los ancianos de Efeso. (Hechos, xx, 18-38). En Cesárea el Espíritu Santo predijo por la boca de Agabo que sería arrestado, lo que no le disuadió de ir a Jerusalén.

Cuatro de las más grandes epístolas de San Pablo fueron escritas durante esta tercera misión: la primera a los corintios desde Efeso, alrededor de la Pascua antes de su salida de la ciudad; la segunda a los corintios desde Macedonia durante el verano o el otoño del mismo año; a los romanos desde Corinto en la primavera siguiente; la fecha de la epístola a los gálatas es objeto de controversia. De la muchas cuestiones a propósito de la ocasión o del lenguaje de las cartas o de la situación de los destinatarios de las mismas, véase Epistolas a los CORINTIOS; GALATAS, ROMANOS.

La cautividad (Hechos 21, 27-28. 31)

Cuando los judíos acusaron en falso a Pablo de haber introducido a los gentiles en el templo, el populacho maltrató a Pablo, y, cubierto de cadenas, el tribuno Lisias lo echó a la cárcel de la fortaleza Antonia. Cuando éste supo que los judíos habían conspirado para matar al prisionero, lo envió bajo fuerte escolta a Cesárea, que era la residencia del procurador Félix. Pablo no tuvo dificultad para poner en claro las contradicciones de los que lo acusaban pero, al negarse a comprar su libertad, Félix lo mantuvo encadenado durante dos años e incluso lo arrojó a la cárcel para dar gusto a los judíos en espera de la llegada de su sucesor el procurador Festo. El nuevo gobernador quiso enviar al prisionero a Jerusalén para que fuese juzgado en presencia de sus acusadores, pero Pablo, que conocía perfectamente las argucias de sus enemigos, apeló al César. En consecuencia, esta causa podía sólo ser despachada en Roma. Este período de cautividad se caracteriza por cinco discursos del Apóstol: El primero fue pronunciado en hebreo en las escaleras de la fortaleza Antonia ante una multitud amenazante; Pablo relató su vocación y su conversión al apostolado, pero fue interrumpido por los gritos hostiles de la gente (Hechos, xxii, 1-22). En el segundo, al día siguiente ante el Sanedrín reunido bajo la presidencia de Lisias, el apóstol enredó hábilmente a los fariseos contra los saduceos con lo que no se pudo llevar adelante ninguna acusación. El tercero fue la respuesta al acusador Tértulo en presencia del gobernador Félix; en ella hizo ver que los hechos habían sido manipulados probando, así, su inocencia. (Hechos xxiv, 10-21). El cuarto discurso es una simple explicación resumida de la fe cristiana ante el gobernador Félix y su mujer Drusila (Hechos, xxiv, 24-25). El quinto, pronunciado ante el gobernador Festo, el rey Agripa y su mujer Berenice, repite de nuevo la historia de la conversión y quedó sin terminar debido a las interrupciones sarcásticas del gobernador y la actitud molesta del rey (Hechos, xxvi).

El viaje del prisionero Pablo de Cesárea a Roma fue descrito por San Lucas con una viveza de colores y una precisión que no dejan nada que desear. Pueden verse los comentarios de Smith, ‘Voyage and Shipwreck of St. Paul’ (1866); Ramsay, ‘St. Paul the Traveller and Roman Citizen’ (London, 1908). El centurión Julio había enviado a Pablo y a otros prisioneros en un navío mercante en el que Lucas y Aristarco pudieron sacar pasaje.

Dado que la estación se encontraba avanzada, el viaje fue lento y difícil. Costearon Siria, Cilicia y Panfilia. En Mira de Licia los prisioneros fueron transferidos a un bajel dirigido a Italia, pero unos vientos contrarios persistentes los empujaron hacia un puerto de Chipre llamado Buenpuerto, alcanzado incluso con mucha dificultad y Pablo aconsejó invernar allí, pero su opinión fue rechazada y el barco derivó sin rumbo fijo durante catorce días terminando en las costas de Malta.

Durante los tres meses siguientes, la navegación fue considerada demasiado peligrosa, con lo que no se movieron del lugar, mas con los primeros días de la primavera, se apresuraron a reanudar el viaje. Pablo debió llegar a Roma algún día de marzo. “Quedó dos años completos en una vivienda alquilada… predicando el Reino de Dios y la fe en Jesucristo con toda confianza, sin prohibición” (Hechos, xxviii, 30-31). Y, con estas palabras, concluyen los Hechos de los Apóstoles.

No hay duda de que San Pablo terminó su juicio absuelto; ya que (1) el informe del gobernador Festo, así como el del centurión, fueron favorables; y que (2) los judíos parecen haber abandonado la acusación puesto que sus correligionarios no parecen haber estado informados (Hechos, xxviii, 21); y que (3) el rumbo tomado por el procedimiento judicial le dejó algunos periodos de libertad, de los que habló como cosa cierta (Fil., i, 25; ii, 24; Philem., 22); y que (4) las cartas pastorales (en el supuesto que sean auténticas) implican un periodo de actividad de Pablo subsiguiente a su cautividad. Y se llega a la misma conclusión en la hipótesis según la cual no son auténticas, dado que todas ellas coinciden en que el autor conocía bien la vida del apóstol. Unánimemente se acepta que las “epístolas de la cautividad” se enviaron desde Roma. Algunos autores han intentado probar que San Pablo las escribió durante su detención en Cesárea, pero pocos autores los han seguido. La epístola a los colosenses, a los efesios y a Filemón se enviaron juntas y utilizando el mismo mensajero: Tíchico. Es controvertido si la epístola a los filipenses fue anterior o posterior a estas últimas y la cuestión no ha sido nunca resuelta con argumentos incontrovertibles (ver Epistolas a FILIPENSES, EFESIOS, COLOSENSES, FILEMON).

Los últimos años

Dado que este período carece de la documentación de los Hechos, está envuelto en la más completa oscuridad; nuestras únicas fuentes son algunas tradiciones dispersas y las citas dispersas de las epístolas. Pablo deseó pasar por España desde mucho tiempo antes (Rom., xv, 24, 28) y no hay pruebas de que cambiase su plan. Hacia el fin de su cautiverio, cuando anuncia su llegada a Filemón (22) y a los filipenses (ii, 23-24), no parece considerar esta visita como inminente, dado que promete a los filipenses enviarles un mensajero en cuanto conozca la conclusión de su juicio y, por consiguiente, él preparaba otro viaje antes de su vuelta a oriente. Sin necesidad de citar los testimonios de San Cirilo de Jerusalén, San Epifanio, San Jerónimo, San Crisóstomo y Teodoreto diremos finalmente que el testimonio de San Clemente de Roma, bien conocido, el testimonio del ‘Canon Muratorio’, y el ‘Acta Pauli’ hacen más que probable el viaje de San Pablo a España. En cualquier caso, no pudo quedarse allá por mucho tiempo, dada su prisa por visitar las iglesias del este. Pudo sin embargo haber vuelto a España a través de la Galia, como algunos padres pensaron, y no a Galacia, a la que Crescencio fue enviado más tarde. (II Tim., iv, 10). Es verosímil que, después, cumpliera su promesa de visitar a su amigo Filemón y que, en tal ocasión, visitara las iglesias del valle de Licaonia, Laodicea, Colosos, y Hierapolis.

A partir de este momento el itinerario se vuelve sumamente incierto aunque los hechos siguientes parecen estar indicados en las epístolas pastorales: Pablo se quedó en Creta el tiempo preciso para fundar nuevas iglesias, cuyo cuidado y organización dejó en manos de su colega Tito (Tit., i, 5). Fue después a Efeso y rogó a Timoteo, que estaba ya allí, que permaneciera allá hasta su vuelta mientras él se dirigía a Macedonia (I Tim., i,3). En esta ocasión visitó, como había prometido, a los filipenses (Fil., ii, 24), y, naturalmente, también pasó a ver a los tesalonicenses.

La carta a Tito y la primera epístola a Timoteo deben datar de este período; parece que se escribieron al mismo tiempo aproximadamente, poco después de haber dejado Efeso. La cuestión es el saber si se enviaron desde Macedonia o desde Corinto, como parece más probable. El Apóstol instruye a Tito para que se reúna con él en Nicópolis de Epiro donde piensa pasar el verano (Titus, iii, 12). En la primavera siguiente debe haber efectuado su plan de vuelta a Asia (I Tim, iii, 14-15). Aquí ocurrió el oscuro episodio de su arresto, que probablemente tuvo lugar en Tróade; ello explicaría el porqué había dejado a Carpo unas ropas y unos libros que necesitó después (II Tim., iv, 13). De allí fue a Efeso, capital de la provincia de Asia, donde lo abandonaron todos aquellos que él pensaba le habrían sido fieles (II Tim., i, 15).

Enviado a Roma para ser juzgado, dejó a Trófimo enfermo en Mileto y a Erasto, otro de sus compañeros, que permanecieron en Corinto por razones nunca aclaradas (II Tim., iv, 20). Cuando Pablo escribió su segunda epístola a Timoteo desde Roma, creía que toda esperanza humana estaba perdida (iv, 6).; en ella pide a su discípulo que venga a verle lo más rápidamente posible, dado que está solo con Lucas. No sabemos si Timoteo fue capaz de ir a Roma antes de la muerte del Apóstol.

Una antigua tradición hace posible establecer los puntos siguientes:

1)  Pablo sufrió el martirio cerca de Roma en la plaza llamada Aquae Salviae (hoy Piazza Tre Fontane), un poco al oeste de la Via Ostia, a cerca de tres kilómetros de la espléndida basílica de San Pablo Extra Muros, lugar donde fue enterrado.

2)  El martirio tuvo lugar hacia el fin del reinado de Nerón, en el duodécimo año (San Epifanio), en el decimotercero (Eutalio), o en el decimocuarto (San Jerónimo).  

3)  De acuerdo con la opinión más común, Pablo sufrió el martirio el mismo día del mismo año que Pedro; algunos padres latinos disputan si fue el mismo día pero no del mismo año; el testigo más anciano, San Dionisio el Corintio, dice solamente kata ton auton kairon, lo que puede ser traducido por “al mismo tiempo” o “aproximadamente al mismo tiempo”.

4)  Durante tiempo inmemorial, la solemnidad de los apóstoles Pedro y Pablo se celebra el 29 de Junio, que es el aniversario, sea de la muerte, sea del traslado de sus reliquias. El Papa iba antiguamente con sus acompañantes a San Pablo Extra Muros después de haber celebrado en San Pedro, aunque la distancia entre las dos basílicas (cerca de 8 kilómetros) hacía dicha ceremonia demasiado agotadora, particularmente en este momento del año. Así surgió la costumbre de transferir al día siguiente (30 de junio) la conmemoración de San Pablo. La fiesta de la conversión de San Pablo (25 de enero) tiene un origen comparativamente reciente.

Hay razones de creer que este día fue celebrado para marcar el traslado de las reliquias de San Pablo a Roma, puesto que así aparece en el Martirologio Hieronimiano. Esta fiesta es desconocida en la iglesia griega (Dowden, ‘The Church Year and Kalendar’, Cambridge, 1910, 69; cf. Duchesne, ‘Origines du culte chrétien’, París, 1898, 265-72; McClure, ‘Christian Worship’, London, 1903, 277-81).

Retrato Físico y Moral de San Pablo

De Eusebio sabemos (Hist. Eccl, VII, 18) que, incluso en su tiempo, había representaciones de Cristo con los apóstoles Pedro y Pablo. La apariencia de San Pablo se conservó en tres monumentos antiguos:

1)  Un díptico que del primer siglo (Lewin, ‘The Life and Epistles of St. Paul’, 1874, frontispiece of Vol. I and Vol. II, 210).

2)  Un amplio medallón encontrado en el cementerio de Domitila y que representa a loa apóstoles Pedro y Pablo (Op. cit., II, 411).

3)  Un plato de cristal en el Museo Británico con los mismos apóstoles (Farrara, ‘Life and Work of St. Paul’, 1891, 896). También tenemos dos descripciones concordantes en los ‘Hechos de Pablo y Telea’ del seudo Luciano de Filópatris de Malalas (Chronogr., x), y en Nicéforo (Hist. Eccl, III, 37). Pablo era bajo de estatura; El seudo Crisóstomo lo llama el hombre de los tres codos (anthropos tripechys); tenía las espaldas anchas, algo calvo, de nariz ligeramente aquilina, cejas corridas, barba gruesa y gris, complexión armoniosa y maneras agradables y afables. Sufría de una enfermedad que es difícil de diagnosticar (cf. Menzies, ‘St. Paul’s Infirmity’ en el Expository Times, July and Sept., 1904), pero a pesar de esta enfermedad dolorosa y humillante (II Cor., xii, 7-9; Gal., iv, 13-14) y a pesar de que su presencia no era imponente (II Cor., x, 10), Pablo poseyó sin duda una resistencia física fuera de lo común que sólo ella pudo soportar sus trabajos sobrehumanos (II Cor., xi, 23-29). El seudo Crisóstomo ‘In princip. apóstol. Petrum et Paulum’ (in P. G., LIX, 494-95), piensa que murió a la edad de 70 y ocho años después de haber servido al Señor 35.

El retrato moral es algo más difícil de esbozar, tan lleno está de contrastes. Se encontrarán sus elementos en Lewin, op. cit., II, xi, 410-35 (Paul’s Person and Character); en Farrar, Op, cit., Appendix, Excursus I; y especialmente en Newman, ‘Sermons preached on Various Occasions’, vii, viii.

Teología de San Pablo

La presente cuestión pasó por dos fases distintas. Si se sigue a la escuela de Tübingen, el apóstol tenía sólo un conocimiento vago de la vida y la obra del Cristo histórico e incluso desdeñaba tal conocimiento como inferior e inútil. Su única razón es el texto siguiente mal interpretado: ‘Et si cognovimus secundum carnem Christum, sed nunc jam novimus’ (II Cor., v, 16). La contraposición que se observa en este texto no es la del Cristo histórico y el Cristo glorificado, sino la del Mesías tal y como los judíos incrédulos se lo representaban, (y quizá como algunos judaizantes lo predicaban) y el Mesías tal y como se le manifestó en su muerte y resurrección, y tal como él lo confesó después de su conversión. No es ni admisible ni probable que Pablo se desinteresase de la vida para predicar a Cristo, al que amaba apasionadamente, que le sostenía para la imitación de los neófitos, y cuyo Espíritu se jactaba de tener. No puede creerse que no interrogara sobre esta cuestión a los testigos presenciales que eran Barnabé, Silas, o los futuros historiadores de Cristo, Marcos y Lucas, con quienes estuvo tanto tiempo asociado. Un examen cuidadoso de este asunto nos hace llegar a las tres siguientes conclusiones, hoy generalmente aceptadas:

1)  Hay en San Pablo más alusiones a la vida y a las enseñanzas de Cristo de lo que podría suponerse a primera vista, y el hecho de que sean alusiones sin énfasis demuestra que el Apóstol sabía de este asunto más de lo que decía y de lo que pudiera decir.

2)  Estas alusiones son más frecuentes en San Pablo que en los evangelios.

3)  Desde los tiempos apostólicos hubo una catequesis, que se refería, entre otras cosas, a la vida y enseñanzas de Cristo y que todos los neófitos tenían que poseer, de tal modo que no era necesario referirse a estos asuntos sino ocasionalmente y de paso.

La segunda fase de la cuestión está estrechamente conectada con la primera. Los mismos teólogos que predican que Pablo era indiferente a la vida y a las enseñanzas previas de Cristo, exageran deliberadamente su originalidad e influencia. Según ellos, Pablo fue el creador de la teología, el fundador de la Iglesia, el predicador del ascetismo, el defensor de los sacramentos y del sistema eclesiástico, el adversario de la religión del amor y de la libertad que Cristo vino a anunciarnos. Si para honorarlo, Pablo fue llamado el segundo fundador del cristianismo, este cristianismo debió de ser al menos parcialmente opuesto al primitivo. Así, se hace responsable a Pablo de todas las antipatías del pensamiento moderno hacia el cristianismo primitivo. En gran medida reside aquí el movimiento que podríamos llamar ‘retorno a Cristo’, de cuyas divagaciones somos ahora testigos. En realidad, la razón principal del llamado ‘retorno a Cristo’ es escapar de San Pablo, a la raíz del dogma y teólogo de la fe. El grito ‘Zuruck zu Jesu’ (vuelta a Jesús) que resonó en Alemania por treinta años, está inspirado por una intención posterior, ‘Los von Paulus’ (dejemos a Pablo). El problema es el siguiente: ¿Fue la relación de Pablo hacia Cristo la de un discípulo hacia su maestro? O ¿fue Pablo un autodidacto absolutamente independiente del evangelio de Jesús y de la predicación de los doce? Uno tiene que admitir que los trabajos publicados no proyectan demasiada luz sobre el tema. Sin embargo, las discusiones habidas no dejaron de ser útiles, dado que han puesto de relieve que la mayor parte de las doctrinas típicamente paulinas como la justificación por la fe, la muerte redentora de Cristo o la universalidad de la salvación, están de acuerdo con los primeros escritos de los demás apóstoles en los que ellas se basan. Julicher en particular ha subrayado que la cristología de San Pablo, más exaltado que sus compañeros de apostolado, nunca fue objeto de controversia y que él mismo no fue nunca consciente de singularidad alguna en estos asuntos comparado con los otros heraldos del evangelio. Cf. Morgan, ‘Back to Christ’ in ‘Dict. of Christ and the Gospels’, I, 61-67; Sanday, ‘Paul’, loc. cit., II, 886-92; Feine, ‘Jesus Christus und Paulus’ (1902); Goguel, ‘L’apôtre Paul et Jésus-Christ’ (Paris, 1904); Julicher, ‘Paulus und Jesus’ (1907).

La idea de base de la teología de San Pablo

Algunos autores modernos consideran que la teodicea es la base, el centro y la cúspide de la teología paulina. “La doctrina del apóstol es, en realidad, teocéntrica y no antropocéntrica. Lo que solemos llamar ‘metafísica’ sustenta para Pablo el hecho inmediato y soberano; Dios, como él lo concibe, es todo en todos tanto para su razón como para su corazón”  (Findlay en Hastings, ‘Dict. of the Bible’, III, 718). Stevens empieza su exposición sobre la ‘teología paulina’ con un capítulo intitulado ‘la doctrina de Dios’. Sabatier (L’apotre Paul, 1896, 297) considera también que: “la última palabra de la teología paulina es Dios todo en todos”, y hace la idea misma de Dios lo que corona el edificio teológico de Pablo. Pero estos autores no reflejaron que la idea de Dios ocupa tan amplio espacio en la enseñanza del apóstol, cuyo pensamiento, profundamente religioso como el de todos sus compatriotas, no es característico ni se distingue del de sus compañeros de apostolado y ni siquiera del de sus contemporáneos judíos.

Muchos teólogos protestantes modernos, especialmente entre los que siguen más o menos la escuela de Tübingen, mantienen que la doctrina de Pablo es ‘antropocéntrica’, que ella empieza por su concepción de la incapacidad humana para cumplir la ley de Dios sin la ayuda de la gracia, hasta tal punto que, siendo el esclavo del pecado, debe luchar contra la carne. Mas si bien esto fuera la génesis de la idea de Pablo, es extraño que la enunciara solamente en un único capítulo a los romanos (Rom., vii), si esto aún con un sentido controvertido, de tal manera que si este capítulo no hubiera sido escrito o se hubiera perdido, no tendríamos medio alguno para recuperar la clave de su enseñanza. Sin embargo, los más de los teólogos acuerdan hoy día que la doctrina de San Pablo es cristocéntrica, que es la base de su soteriología, no desde un punto de vista subjetivo de acuerdo con los antiguos prejuicios del protestantismo que hicieron de la justificación por la fe la quintaesencia del paulinismo, sino desde un punto de vista objetivo, abarcando en una amplia síntesis la persona y figura del redentor. Esto puede ser demostrado empíricamente afirmando que todos y cada uno de los detalles en San Pablo convergen hacia Jesucristo, y ello de tal modo que, haciendo abstracción de Jesucristo, su enseñanza se vuelve totalmente incomprensible, tanto en conjunto como en detalle.

Lo mismo se demuestra observando que lo que Pablo llama su evangelio consiste en la salvación de todos los hombres por Cristo y en Cristo. He ahí el punto de partida del siguiente análisis:

La humanidad sin Cristo

Los primeros tres capítulos de la epístola a los romanos muestran nuestra naturaleza humana bajo el imperio del pecado. Ni los gentiles ni los judíos pudieron contener el alud del mal. La ley mosaica fue una barrera fútil porque prescribió el bien sin dar fuerzas para su cumplimiento. El apóstol llega al a siguiente conclusión poco entusiasta: “No hay diferencia (entre judíos y gentiles) puesto que todos pecaron y todos necesitan la gloria de Dios” (Rom., iii, 22-23).

Procede luego a mostrarnos la causa histórica de este mal: “A causa de un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; así que la muerte pasó a todos los hombres puesto que todos en él pecaron” (Rom., v, 12).

Este hombre es Adán evidentemente, que trajo el pecado al mundo, y no sólo un pecado personal, sino un pecado predominante que dejó en todo los hombres la semilla de la muerte: “Todos pecaron cuando Adán pecó; todos pecaron en y con su pecado” (Stevens, ‘Pauline Theology’, 129). Queda, sin embargo, por ver como el pecado original que es nuestra heredad, se manifiesta externamente y se convierte en la fuente de nuestros pecados actuales. Nos lo enseña Pablo en el capítulo séptimo, donde describe la lucha entre la ley, asistida por la razón, y la naturaleza humana debilitada en la carne y la tendencia al mal, representa la naturaleza como inevitablemente vencida: “Dado que me deleito en la ley de Dios según el hombre interior: pero hay otra ley en mis miembros que lucha contra la ley del espíritu y me hace cautivo en el pecado” (Rom., vii, 22-23).

Esto no quiere decir que el organismo, el substrato material, sea pecado en sí mismo como algunos teólogos de la escuela de Tübingen lo han dicho, puesto que la carne de Cristo, en todo semejante a nosotros, estuvo exenta del pecado, y el apóstol nos desea que nuestros cuerpos, destinado a la resurrección, queden libres de toda mancha.

La relación entre el pecado y la carne no es ni inherente ni necesaria; es accidental, determinada por un hecho histórico y capaz de desaparecer por la actuación del Espíritu Santo, siendo sin embargo cierto, que no está en nuestra mano el poder superarlo sin ayuda, lo que implica la necesidad del Salvador.

Y sin embargo, Dios no abandona al hombre pecador. El continúa a manifestarse en el mundo visible (Rom., i, 19-20), por la luz de la conciencia (Rom. ii, 14-15) para, finalmente, manifestarse a través de su providencia, siempre activa, paternal y benevolente (Hechos, xiv, 16; xvii, 26). Más aún, en su infinita misericordia, El “salvará a todos los hombres y los hará llegar al conocimiento de la verdad” (I Tim., ii, 4). Esta voluntad es necesariamente subsiguiente al pecado original, pues que concierne al hombre tal y como es en la actualidad. Según su bondadoso deseo, Dios conduce paso a paso al hombre hacia la salvación. A los patriarcas, particularmente a Abrahán, hizo una promesa libre y generosa, confirmada por el juramento (Rom., iv, 13-20; Gal., iii, 15-18), que anticipaba el evangelio. A Moisés dio su ley, cuya observación debería haber sido medio de salvación (Rom., vii, 10; x, 5), la cual, aún violada como lo fue en realidad, resultó ser una guía que condujo a Cristo (Gal., iii, 24) y el instrumento de la misericordia en sus manos. La ley fue un mero interludio hasta que la humanidad estuvo preparada para la revelación (Gal., iii, 19; Rom., v, 20), originando así la intervención divina. (Rom., iv, 15). Allá donde abundó el mal surgió el bien y “la escritura concluyó bajo el pecado, mientras que la promesa, por la fe en Jesucristo, pudo ser dada a los que creen” (Gal., iii, 22). Todo esto se cumplió “al final de los tiempos” (Gal., iv, 4; Eph., i, 10), esto es, en el momento dispuesto por Dios para la ejecución de sus designios misericordiosos, cuando la impotencia del hombre pudiera manifestarse plenamente. Entonces, “Dios envió a su hijo nacido de mujer bajo la ley, para que pudiera redimir al hombre que estaba bajo la ley, para que pudiera recibir la adopción filial” (Gal., Iv, 4).

La persona del Redentor

Casi todas las referencias a la persona de Jesucristo llevan, directa o indirectamente aparejado, el papel de salvador. La cristología paulina es siempre soteriológica. A pesar de lo amplio de estos esquemas, ellos nos muestran la fiel imagen de Cristo en su preexistencia, en su existencia histórica y en su vida gloriosa (véase F. Prat, ‘Théologie de Saint Paul’).

 

(1) Cristo en su preexistencia

Cristo pertenece a un orden superior a lo creado (Eph., i, 21); El es el creador y el mantenedor del mundo (Col., i, 16-17); Todo es por El, en El, y para El (Col., i, 16). (b) Cristo es la imagen del Padre invisible (II Cor., iv, 4; Col., i, 15); El es el hijo de Dios, pero, a diferencia de los otros hijos, lo es de un modo incomunicable; El es el hijo, el hijo mismo, el bienamado y lo ha sido siempre (II Cor., i, 19; Rom., viii, 3, 32; Col., i, 13; Eph., i, 6; Etc.).

Cristo es el objeto de las doxologías reservadas sólo a Dios (II Tim., iv, 18; Rom., xvi, 27); Se le reza como se le reza al Padre (II Cor., xii, 8-9; Rom., x, 12; I Cor., i, 2); Los dones que se le piden pueden ser sólo concedidos por Dios, particularmente la gracia y la salvación (Rom., i, 7; xvi, 20; I Cor., i,3; xvi, 23; Etc.) ante El se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el abismo (Fil., ii, 10), puesto que toda cerviz se inclina en adoración de su Altísima Majestad.

Cristo posee en sí todos los atributos divinos; es eterno, pues que es el “primer nacido de toda criatura” y existe antes de todas los tiempos (Col., i, 15, 17); es inmutable, puesto que existe “en forma de Dios” (Fil., ii, 6); es omnipotente, puesto que tiene poder para hacer surgir todo de la nada (Col., i, 16); Es inmenso, dado que llena todas las cosas con su plenitud (Eph., iv, 10; Col., ii, 10); Es infinito, puesto que “la plenitud divina opera en El” (Col.ii, 9). Todo ello es la característica especial de Dios que le pertenece por derecho; su sede en el juicio es la de Cristo (Rom., xiv, 10; II Cor., v, 10). El evangelio de Dios es el de Cristo (Rom., i, 1, 9; xv, 16, 19, etc.). La iglesia de Dios es la de Cristo (I Cor., i, 2 and Rom., xvi 16 sqq.). El reino de Dios es el de Cristo (Eph., v, 5). El Espíritu de Dios es el de Cristo (Rom., viii, 9 sqq).

Cristo es el Señor (I Cor., viii, 6). Se le identifica con el Jahvé del viejo testamento (I Cor., x, 4, 9; Rom., x, 13; cf. I Cor., ii, 16; ix, 21). El es el Dios que “adquirió su iglesia con su propia sangre” (Hechos, xx, 28). Es nuestro: “Dios y salvador Jesucristo” (Tit., ii, 13); es el Dios ‘de todas las cosas’ (Rom., ix, 5), representa en su infinita transcendencia la suma y sustancia de todo lo creado.

 

(2) Jesucristo como hombre

Pablo esboza el otro aspecto de la figura de Cristo con mano no menos firme. Jesucristo es el segundo Adán (Rom., v, 14; I Cor., xv, 45-49); “el mediador entre Dios y los hombres” (I Tim., ii, 5), y, en tanto que tal, es necesariamente un hombre (anthropos Christos Iesous). De tal forma que desciende de los patriarcas (Rom., ix, 5; Gal., iii, 16), es “de la estirpe de David según la carne)” (Rom., i, 3), “nacido de mujer” (Gal., iv, 4), como todos los hombres; y finalmente, es conocido como hombre en su apariencia, similar a la de todos los hombres (Fil., ii, 7), aparte del pecado, que no conoció ni pudo conocer (II Cor., v, 21). Cuando San Pablo dice que “Dios envió a su Hijo bajo la apariencia de la carne pecadora” (Rom., viii, 3), no quiere decir que niega la realidad de la carne de Cristo, sino que niega únicamente su aspecto pecador.

En ningún sitio explica el Apóstol como se realiza en Cristo la unión de las naturalezas divina y humana, le basta con afirmar que Aquel que poseía “la naturaleza de Dios tomó la naturaleza del siervo” (Fil., ii, 6-7), o con afirmar la encarnación con la siguiente fórmula sucinta: “Dado que en El se realiza la plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col., ii, 9). Lo que podemos ver claramente es que Cristo es una sola persona a la que se atribuyen, a menudo en una única sentencia, las cualidades propias de la naturaleza humana y las de la naturaleza divina, como la preexistencia, la existencia histórica y la vida gloriosa (Col., i, 15-19; Fil., ii, 5-11; Etc.).

La explicación teológica de este misterio ha dado lugar a innumerables errores. Por ejemplo la negación de una de las naturalezas, sea la humana (docetismo), sea la divina (arrianismo), o bien las dos naturalezas se consideraron unidas de una forma accidental, dando lugar a dos personas (nestorianismo), o las dos naturalezas se consideraron dos aspectos de una sola (monofisismo), o bien, con el pretexto de unirlas, se mutilaba una de ellas, sea la humana (apolinarianismo), o la divina, dando lugar a la extraña herejía moderna conocida bajo el nombre de Kenosis.

Esta última requiere una breve explicación, puesto que está basada en el dicho de San Pablo: “Siendo de forma divina… se despojó a sí mismo (ekenosen eauton, de donde kenosis) tomando la forma de un siervo” (Fil., ii, 6-7).

Contrariamente a la opinión común, Lutero aplicó estas palabras, no al Verbo, sino a Cristo, esto es, el Verbo encarnado. Además él comprendió la communicatio idiomatus como una posesión real por cada una de las dos naturalezas de los atributos de la otra. Según este punto de vista, la naturaleza humana de Cristo habría poseído los divinos atributos de la ubicuidad, de la omnisciencia y de omnipotencia. Entre los teólogos luteranos hay dos sistemas: uno afirma que la naturaleza humana de Cristo se despojó voluntariamente de sus atributos (kenosis), y el otro que estos mismos atributos fueron velados durante su existencia mortal (krypsis). Modernamente, la doctrina de la Kenosis, siempre restringida estrictamente a la teología luterana, ha cambiado completamente de opinión. A partir de la idea filosófica de que la personalidad se identifica con la conciencia, se mantiene que allá donde hay una única persona, hay una única conciencia; pero pues que la conciencia de Cristo era íntegramente humana, la conciencia divina había necesariamente dejado de existir o por lo menos de actuar en El.

Según Tomas, teórico del sistema, El hijo de Dios fue despojado, no después de la encarnación como afirmó Lutero, por el hecho mismo de la encarnación, y lo que hizo posible la unión del Logos con la humanidad fue la facultad de la divinidad de poderse limitar a sí misma en ser y en actividad. Los otros partidarios del sistema se expresan de una forma análoga. Gess, por ejemplo, dice que en Jesucristo el ego divino se transmutó en el ego humano. Cuando se objeta que Dios es inmutable, que no puede dejar de ser, ni limitarse, ni transformarse, ellos replican que este razonamiento no es más que una hipótesis metafísica, un concepto sin realidad. (Para ver varias formas de Kenosis consúltese Bruce, ‘The Humiliation of Christ’, p. 136.)

Todos esto sistemas no son sino variantes del Monofisismo. Siguen considerando inconscientemente que en Cristo no hay sino una naturaleza como para una única persona. Según la doctrina católica por el contrario, la unión de las dos naturaleza sin una persona única no cambia la naturaleza divina y no implica ningún cambio físico en la naturaleza humana de Cristo. Sin duda Cristo es el Hijo y tiene moralmente derecho, incluso como hombre, a los bienes de su padre, como la inmediata visión de Dios, la felicidad eterna y el estado de gloria. Se encuentra luego despojado temporalmente de una parte de estos bienes para que pueda cumplir su misión en tanto que redentor. Abajamiento y la aniquilación de los que nos habla San Pablo, cosa totalmente diferente de la Kenosis más arriba descrita.

 

La redención objetiva en tanto obra de Cristo

 

Hemos visto como el hombre caído es incapaz de levantarse de nuevo sin ayuda, Dios en su misericordia envió su Hijo para salvarlo. Que Jesucristo nos salvó en la cruz es una doctrina de San Pablo a menudo repetida, que ‘fuimos justificados por su sangre’ y que ‘fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo’ (Rom., v, 9-10).

¿Qué da a la sangre de Cristo, a su muerte, a su cruz esta fuerza salvadora? Pablo no responde nunca a esta pregunta directamente, pero nos enseña el drama del Calvario bajo tres aspectos, que hay peligro en separa y que se comprenden mejor comparándolos entre sí: (a) por un lado la muerte de Cristo es un sacrificio, como los de la antigua ley, para expiar el pecado y para hacerse a Dios propicio. Cf. Sanday y Headlam, ‘Romans’, 91-94, “La muerte de Cristo en tanto que sacrificio”. Es imposible en este pasaje (Rom., iii, 25) desembarazarse de la siguiente doble idea: (1) del sacrificio; (2) del sacrificio expiatorio…

Independientemente de este pasaje, no es difícil probar que estas dos ideas de sacrificio y de propiciación son la raíz misma de la enseñanza, no sólo de San Pablo, sino de todo el nuevo testamento en general. “El doble peligro de esta idea es primeramente el querer aplicar al sacrificio de Cristo todos los modos de acción, reales o supuestos, de los sacrificios imperfectos de la antigua ley y, por otro lado, el suponer que Dios se apiada por una especie de efecto mágico, en virtud de este sacrificio donde, por el contrario, fue El quien tomó la iniciativa de la misericordia instituyendo el sacrificio del Calvario y dotándolo de un valor expiatorio”. (b) Por otro lado, la muerte de Cristo representa la redención, el pago del rescate que da como resultado la liberación del hombre de su servitud anterior (I Cor., vi, 20; vii, 23 [times egorasthete]; Gal., iii, 13; iv, 5 [ina tous hypo nomon exagorase]; Rom., iii, 24; I Cor., i, 30; Eph., i, 7, 14; Col., i, 14 [apolytrosis]; I Tim., ii, 6 [antilytron]; etc.) Esta idea, correcta en principio, puede ser inconvenientemente exagerada o aislada. Llevándola más allá del sentido con el que fue escrita, algunos padres avanzaron la extraña sugestión de que Cristo pagó al demonio, que nos tenía sujetos, el necesario rescate. Otro error es considerar la muerte de Cristo como un valor en sí mismo, independientemente del Cristo que la ofreció a Dios por la remisión de nuestros pecados.

(c) También a menudo, Cristo parece sufrir en nuestro lugar, como castigo por nuestros pecados. Parece sufrir una muerte física para salvarnos de la muerte moral del pecado y preservarnos de la muerte eterna. Esta idea de una substitución resultó talmente llamativa a los teólogos luteranos, que admitieron una equivalencia cuantitativa entre el sufrimiento de Cristo y el castigo merecido por nuestras faltas. Llegaron incluso a mantener que Jesús sufrió el castigo de perder la visión divina y sufrir la maldición del Padre. Todo esto no es más que extravagancias que no hicieron sino arrojar descrédito sobre la teoría de la substitución.

Se ha dicho con acierto, que la transferencia del castigo de una persona a otra es una injusticia y una contradicción, dado que el castigo es inseparable de la falta y que un castigo inmerecido no es ya más un castigo. Por otro lado, San Pablo no dice nunca que Cristo murió en nuestro lugar (anti), sino sólo que murió por nosotros (hyper) a causa de nuestros pecados.

En realidad, los tres puntos considerados más arriba no son sino tres aspectos de la redención que, lejos de excluirse los unos a los otros, se armonizan y se combinan, modificando si es necesario todos los otros aspectos del problema. En el texto siguiente, San Pablo reúne estos diferentes aspectos con algunos otros. Somos “justificados gratuitamente por su gracia por la redención en Cristo Jesús, a quien Dios puso como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su sangre, para la manifestación de su justicia por la remisión de los pecados pasados, en la paciencia de Dios para manifestar su justicia en el tiempo presente; para probar que es justo y que justifica a todo el que cree en Cristo Jesús” (Rom., iii, 24-26). Se designan aquí las partes de Dios, de Cristo y del hombre: (1) Dios toma la iniciativa; El ofrece a su Hijo; El va a manifestar su justicia, pero le inclina a ello su misericordia. Es, pues, incorrecto o más o menos inadecuado decir que Dios estaba ofendido con la raza humana y que se apaciguó solamente a causa de la muerte de su Hijo. (2) Cristo es nuestra redención (apolytrosis), es el instrumento de la expiación y de la propiciación (ilasterion), y lo es a causa de su sacrificio (en to autou aimati), el cual no se parece en nada al sacrificio de animales irracionales; deriva su valor de Cristo, que lo ofreció por nosotros a su Padre en la obediencia y el amor (Fil., ii, 8; Gal., ii, 20). (3) el hombre no es un elemento meramente pasivo en el drama de la salvación; él debe entender la lección enseñada por Dios y apropiarse por la fe del fruto de la redención.

 

La redención subjetiva

 

Habiendo ya muerto y resucitado Cristo, la redención se ha completado en principio y por ley para toda la raza humana. Todo hombre puede hacerla suya de hecho por la fe y el bautismo, que, uniéndolo a Cristo, le hace partícipe de la vida divina. La fe, según San Pablo, se compone de varios elementos: sumisión del intelecto a la palabra de Dios; abandono del creyente a su salvador que promete asistencia; acto de obediencia por el que el hombre acepta la voluntad divina. Tal acto posee un valor moral puesto que “da gloria a Dios” (Rom., iv, 20) en la medida en la que reconoce su propia impotencia. Es por esta razón por la que “Abraham creyó a Dios y le fue reputado por justicia” (Rom., iv, 3; Gal., iii, 6). Los hijos de Abraham, del mismo modo, “justificados por la fe sin el auxilio de la ley” (Rom., iii, 28; cf. Gal., ii, 16).

Se sigue pues: (1) Que la justicia la otorga Dios en consideración de la fe. (2) Que, sin embargo, la fe no es equivalente a la justicia dado que el hombre es justificado por la gracia (Rom., iv, 6). (3) Que la justicia otorgada gratuitamente al hombre deviene su propiedad y le es en adelante inherente. Antes los protestantes afirmaban que la justicia de Cristo nos es imputada aunque actualmente reconocen que el argumento va contra la escritura y carece de la garantía paulina; pero algunos, se atienen a basar la justificación en un buen trabajo (ergon), niegan el valor moral de la fe y predican que la justificación no es sino un juicio formal de Dios, que no altera absolutamente nada la justificación del pecador. Tal teoría es insostenible; pues: (1) incluso admitiendo que ‘justificar’ signifique ‘declarar justo’, es absurdo suponer que Dios declara justo a alguien que no lo es aún o que no se vuelve justo por la declaración misma. (2) La justificación es inseparable de la santificación, dado que esta última es “la justificación de la vida” (Rom., v, 18) y que cada “justo vive por la fe” (Rom., i, 17; Gal., iii, 11). (3) Por la fe y el bautismo muere el “hombre viejo”, lo que es imposible sin empezar a vivir como hombre nuevo que “de acuerdo con Dios es creado en la justicia y en la santidad” (Rom., vi, 3-5; Eph., iv, 24; I Cor., i, 30; vi, 11). Podemos, pues, establecer una distinción de definición entre los conceptos de justificación y santificación, pro no podemos separar las dos cosas ni considerarlas como cosas separadas.

Doctrina moral

El hecho de que conecte la moral con la redención subjetiva, o justificación, es una característica notable del pensamiento paulino. Resulta particularmente chocante el capítulo vi, de la carta a los romanos. En le bautismo “el hombre viejo es crucificado con Cristo para que el cuerpo de pecado sea destruido con el fin de que no sirvamos ya más al pecado” (Rom., vi, 6). Nuestra incorporación al cuerpo místico de Cristo no es solamente una transformación y una metamorfosis, sino una acción real, el nacimiento de un nuevo ser, sujeto a nuevas leyes y, por consiguiente, a nuevos deberes. Para comprender la importancia de nuestras obligaciones basta vernos a nosotros mismos como cristianos y hacer realidad las nuevas relaciones que resultan de este nacimiento sobrenatural: la filiación a Dios padre, la consagración al Espíritu Santo, la identidad mística con nuestro salvador Jesucristo y la hermandad con los otros miembros de Cristo. Pero esto no es todo. Pablo dice a los neófitos: “Gracias sean dadas a Dios porque, siendo siervos del pecado, habéis obedecido de corazón a la doctrina en la que habéis sido liberados…. Pero ahora, siendo libres del pecado, habiéndoos convertido en los siervos de Dios, tenéis el fruto de la santificación, y en la vida eterna” (Rom., vi, 17, 22).

Por el acto de fe y el bautismo su sello, el cristiano se hace libremente siervo de Dios y soldado de Cristo. La voluntad de Dios, que él acepta de antemano en la medida en que se manifiesta, se convierte, de ahí en adelante, en su código de conducta. Así es que el código moral de San Pablo descansa por un lado en la voluntad positiva de Dios dada a conocer por Cristo, promulgada por los apóstoles, y aceptada virtualmente por los neófitos en su primer acto de fe, y por otro lado en la regeneración por el bautismo y en la nueva relación que él produce. Todos los mandamientos y recomendaciones de Pablo son una mera aplicación de estos principios.

Escatología

La descripción gráfica de la parusía paulina (I Thess., iv, 16-17; II Thess., i, 7-10) contiene casi exactamente los mismos puntos esenciales del gran discurso escatológico de Cristo (Matt, xxiv; Mark, xiii, Luke, xxi). Una característica común de estos pasajes es la proximidad aparente de la parusía. Pablo no afirma que la venida del Salvador esté próxima. En cada una de las cinco epístolas en las que expresa el deseo y la esperanza de ser testigo presencial de la venida de Cristo, considera al mismo tiempo la probabilidad de la hipótesis contraria, demostrando así que carece de certeza y de revelación explícita en este punto Sabe sólo que el día de la venida del Señor será inesperado, como llega un ladrón (I Thess.v, 2-3), así es que aconseja a los neófitos el estar listos sin descuidar los deberes de estado (II Thess., iii, 6-12).

Aunque la llegada de Cristo sea súbita, estará precedida por tres signos: apostasía general (II Thess., ii. Aparición del Anticristo (ii, 3-12), y conversión de los judíos (Rom., xi, 26). Una circunstancia particular de la predicación de San Pablo es que el justo que viva en la segunda venida de Cristo pasará a la inmortalidad gloriosa sin morir [I Thess., iv, 17; I Cor., xv, 51 (Greek text); II Cor., v, 2-5].

Debido a las dudas de los corintios, Pablo trata de la resurrección de Cristo con algún detalle. No ignora la resurrección de los pecadores, que afirmó ante el Gobernador Félix (Hechos, xxiv, 15), pero no habla de ella en sus epístolas. Cuando dice que “los muertos que están en Cristo surgirán primero” (proton, I Thess., iv, 16, Greek) su ‘primero’ no se refiere a otra resurrección sino a la gloriosa transformación de los vivos. Del mismo modo, la ‘iniquidad’ de la que habla (tou telos, I Cor., xv, 24) no es el fin de la resurrección, sino del mundo presente y del nuevo orden de cosas. Todos los argumentos presentados con respecto a la resurrección se pueden reducir a tres: la unión mística del cristiano con Cristo, la presencia en nosotros del Espíritu y la convicción interior y la fe sobrenatural de los apóstoles. Es evidente que estos argumentos tratan solamente de la resurrección gloriosa de los justos. En dos palabras, la resurrección de los réprobos no entraba en su horizonte teológico. ¿Cuál es la condición de las almas de los justos entre la muerte y la resurrección? Gozar de la presencia de Cristo (II Cor., v., 8); su heredad es envidiable (Fil., i, 23); de donde se deduce que es imposible que sean sin vida, sin actividad, sin conciencia.

El juicio, según san Pablo, y según los sinópticos, está relacionado estrechamente con la  parusía y la resurrección. Son los tres actos del mismo drama que constituyen la ley del Señor (I Cor., i, 8; II Cor., i, 14; Fil., i, 6, 10; ii, 16). “Dado que todos debemos comparecer ante el juicio de Cristo, que todos debemos recibir de acuerdo con nuestros hechos sean ellos buenos o malos” (II Cor., v, 10).

De este texto se deducen dos conclusiones:

(1) El juicio será universal, ni los justos ni los réprobos lo eludirán (Rom., xiv, 10-12), ni siquiera los ángeles (I Cor., vi, 3); todos los que comparezcan deberán dar cuenta de la utilización de su libertad.

(2) El juicio será según las obras: esta es una verdad reiteradamente expuesta por San Pablo hablando de los pecadores (II Cor., xi, 15), de los justos (II Tim., iv, 14), y de todos los hombres en general (Rom., ii, 6-9). Muchos protestantes se maravillan y defienden que esta doctrina de San Pablo no es sino el resto de su educación rabínica (Pfleiderer), o que no pudo armonizarla con la doctrina de la justificación gratuita (Reuss), o que el premio será proporcional a las acciones, como la cosecha lo es con relación a la siembra, pero no debido a las acciones (Weiss).

Estos autores pierden de vista el hecho de que San Pablo considera dos justificaciones, la primera, necesariamente gratuita dado que el hombre era incapaz de merecerla (Rom., iii, 28; Gal., ii, 16), y la segunda, de acuerdo con sus obras (Rom., ii, 6: kata ta erga), dado que el hombre, una vez ornado con la divina gracia es capaz de mérito como de demérito. Se sigue que la recompensa celestial es “una corona de justicia que el Señor, juez justo, otorgará” (II Tim., iv, 8) a aquellos que la hayan ganado legítimamente.

En dos palabras, la escatología de San Pablo no es tan distintiva como se la ha hecho siempre aparecer. Quizá su característica más original sea la continuidad entre el presente y el futuro del justo, entre la gracia y la gloria, entre la salvación incipiente y la salvación consumada. Un gran número de términos: redención, salvación, justificación, reino, gloria y, especialmente, vida, son comunes a los dos estados o, más bien, a las dos fases de la misma existencia unidas por la caridad ‘que perdurará siempre’.

Oración

¡Oh glorioso San Pablo!,

Apóstol lleno de celo,

Mártir por amor a Cristo,

intercede para que obtengamos una fe profunda,
una esperanza firme,

un amor ardiente al Señor

para que podamos decir contigo:

‘No soy yo el que vive, sino es Cristo quien vive en mí’.

Ayúdanos a convertirnos en apóstoles

que sirvan a la Iglesia con una conciencia pura,
testigos de su verdad y de su belleza

en medio de la oscuridad de nuestro tiempo.

Alabamos junto contigo a Dios nuestro Padre,

A El la gloria, en la Iglesia y en Cristo

por los siglos de los siglos”.

Amén.

 

 

*  Fuente:    http://ec.aciprensa.com/s/sanpablo.htm

 


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